Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. San Mateo 5:7 RVR1960
La oferta de alimentos es tan abundante como diversa. Los aromas, el bullicio y el colorido ambiente forman un escenario vibrante en el que los comensales potenciales son abordados con entusiasmo por vendedores que, con destreza y simpatía, buscan convencerlos de probar alguna de sus especialidades. El lugar es amplio, animado y acogedor. En lunes, la afluencia es más moderada que en los fines de semana, pero la lluvia de ese día convierte la entrada al mercado en una invitación irresistible: resguardarse de la humedad y dejarse envolver por el calor del fogón y el perfume de las especias.
Mi esposa es la espléndida promotora del almuerzo de ese día; fue idea suya recorrer los 30 kilómetros que nos separaban del lugar. El mercado municipal de San Lucas Sacatepéquez es un punto pintoresco, bullicioso y lleno de vida. Se ha convertido en una parada casi obligatoria para quienes desean saborear la esencia de la cocina guatemalteca. Su fama se debe no solo a la variedad de platillos tradicionales, sino también al carisma de quienes los preparan. Entre los favoritos del público destacan el atol de elote, espeso y fragante, y los rellenitos de plátano rellenos de frijol, manjar, Nutella o queso: pequeñas bombas de dulzura que conquistan hasta el paladar más exigente.
Nosotros llegamos allí para celebrar el Día del Padre, en compañía de mi amada y de mis suegros. Mientras leo el menú, se me hace agua la boca. No será fácil decidirme. Finalmente, me inclino por un caldo de gallina, perfecto para el clima fresco, con la esperanza de dejar espacio para los postres. Compartimos el plato con mi esposa. Nuestros acompañantes, por su parte, no resisten la tentación de un pepián de tres carnes, cuyo aspecto y aroma justifican cualquier rendición. Así pasamos una tarde agradable aprovechando los años que nos queda por disfrutar junto a ellos.
Y si dijereis: ¿Por qué el hijo no llevará el pecado de su padre? Porque el hijo hizo según el derecho y la justicia, guardó todos mis estatutos y los cumplió, de cierto vivirá. El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él. Ezequiel 18:19-20 RVR1960
Un día después, mientras hacía tiempo en un restaurante de comida rápida, escuché a un hombre hablar con su hija. Lo hacía en voz tan alta que, inevitablemente, no solo yo, sino otros comensales, terminamos siendo involuntarios oyentes. Argumentaba que los hijos no debían juzgar a sus padres, pues —según él— habían hecho lo mejor que pudieron, sin conocer las circunstancias que enfrentaron. "No tienen derecho a emitir juicio", decía.
Pensé: eso no aplica en todos los casos. Hay padres que, con total consciencia, han abusado de su rol. Padres que han actuado con alevosía, usando su autoridad como escudo para herir. Justificarlos solo por el hecho de ser padres sería, sin más, hacer apología del pecado.
Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. San Mateo 5:9 RVR1960
Volviendo a nuestra celebración, no pude evitar admirar aún más a mi esposa. Estar allí, compartiendo con un hombre de 84 años que se equivocó tantas veces en su relación con ella —y que ni siquiera es su padre biológico— era un acto de redención en sí mismo. Ese día, él llevaba puesta una chaqueta que ella le había traído en uno de sus viajes. La he visto cortarle el cabello, atenderlo con ternura cuando enferma, preocuparse por su bienestar.
¿Qué pasó en ese caso? ¿Acaso simplemente lo excusó? ¿O minimizó el daño? No. Fue necesario un proceso.
Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado. Salmos 32:5 RVR1960
El primer paso fue dejar de fingir que ya lo había perdonado. Por años, quizás por religiosidad o por no generar tensiones familiares, pretendía que todo estaba bien. Pero hubo un día en que admitió, con honestidad, que no había soltado la ofensa. Reconoció que aún sangraba una herida que no había sido tratada. Y como toda herida profunda, el proceso de sanarla presupone dolor.
Mientras callé, se envejecieron mis huesos En mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; Se volvió mi verdor en sequedades de verano. Salmos 32:3-4 RVR1960
No reprimir el dolor causado por la ofensa es indispensable para avanzar hacia la libertad. Se debe reconocer que hubo un daño real. Y perdonar implica liberar al ofensor y renunciar al legítimo deseo de venganza. Porque sí, es legítimo sentir ese deseo, pero no es sano alimentar la idea de que vengarse es un derecho. El perdón también duele, pero es un dolor que sana.
Dejar de cubrir la herida, aplicar el tratamiento necesario —aunque escueza— permite que con el tiempo solo quede una cicatriz, testimonio de una batalla superada.
Rásguense el corazón y no las vestiduras. Vuélvanse al Señor su Dios, porque él es misericordioso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, cambia de parecer y no castiga. Joel 2:13 NVI
Parte esencial del proceso es dejar de justificar el pecado, de excusar al agresor. Si minimizamos los hechos, nunca llegaremos al perdón verdadero. Yo mismo he sido testigo del viaje interior de mi esposa. He caminado a su lado mientras dimensionaba el impacto de aquellas heridas, sus secuelas, los complejos y miedos que surgieron. Solo al hacer el recuento total de los daños pudo estar en condiciones de perdonar con conciencia y libertad.
El que perdona la ofensa cultiva el amor; el que insiste en la ofensa divide a los amigos. Proverbios 17:9 NVI
En nuestro caso, el perdón trajo reconciliación. Pero no siempre es así. Hay situaciones en las que el daño es demasiado profundo, y el agresor no muestra señales de cambio. En esos casos, lo más sano es mantener una distancia. Sin embargo, que esa distancia no impida avanzar en libertad.
Aquella tarde de lunes, víspera del Día del Padre, fue un regalo que solo el perdón genuino —doloroso, sí, pero liberador— puede otorgar.
»Porque si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial. Pero si no perdonan a otros sus ofensas, tampoco su Padre perdonará a ustedes las suyas. Mateo 6:14-15 NVI
Pero todo el proceso anterior habría sido imposible si no hubiéramos reconocido que también somos pecadores. Mi esposa dio ese paso hace muchos años, incluso antes de conocernos. Reconocerse necesitada del perdón divino fue su puerta de entrada a la verdadera libertad.
Yo lo experimenté más tarde, ya entrado en años y después de muchas malas decisiones. Pero Dios estuvo dispuesto a perdonarnos. Sin excusar nuestras faltas, sin negar el pecado ni minimizarlo, Él —a diferencia de muchos— siempre está abierto a la reconciliación, y a ponernos en la relación correcta con Él.
Después de haberlos elegido, Dios los llamó para que se acercaran a él; y una vez que los llamó, los puso en la relación correcta con él; y luego de ponerlos en la relación correcta con él, les dio su gloria. ¿Qué podemos decir acerca de cosas tan maravillosas como estas? Si Dios está a favor de nosotros, ¿quién podrá ponerse en nuestra contra? Si Dios no se guardó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos dará también todo lo demás? Romanos 8:30-32 NTV
ORACIÓN:
Padre, nunca podremos pagar tanto favor, tanto amor. No tenemos excusas para retener el perdón que Tú nos has extendido. Ayúdanos a comprender con claridad las ofensas que hemos recibido y a recorrer el camino del perdón con verdad, sin minimizar el daño, pero también sin olvidar que nosotros mismos hemos sido agresores. Necesitamos pedir perdón, primeramente, a Ti, y también a quienes hemos ofendido, para así poder vivir la vida plena y abundante que Tú nos ofreces, y que compraste con Tu sangre, Jesús. Amén.
Ray & Lily
*Basado en la lección 3 del módulo 3, Guía del Líder Celebremos la Vida*
https://www.youtube.com/watch?v=5QgWW0AZQ
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