CUANDO SUENE LA TROMPETA (tercera parte y final)

¿Por qué estás tan abatida, alma mía? ¿Por qué estás tan angustiada? En Dios pondré mi esperanza y lo seguiré alabando. ¡Él es mi salvación y mi Dios! Salmo 42:5 NVI


La intención del viaje era otra, y de alguna manera habíamos cumplido con la agenda planificada. Por mi parte, me había preparado por si se abría un espacio de tiempo para hacer un paseo en bicicleta por la ruta, plagada de verdor, que tiene un efecto hipnótico sobre mi alma. Hacía ya un tiempo que no viajábamos por esos parajes del occidente guatemalteco. La sinuosidad de la calzada es mágica, y la faja asfáltica se encuentra en buenas condiciones, salvo contadas excepciones.


Hay algo infantil en el placer que me causa montar en bicicleta, y este recorrido en particular nunca lo había hecho en ese medio de transporte. Mi amada se queda conversando con nuestra entrañable amiga Marta y su familia, quienes son especialmente hospitalarios y gentiles con nosotros. No estoy seguro de lo que me espera, pero la emoción está latente mientras comienzo a deslizarme en un pequeño descenso que me permite sentir el aire fresco, con aroma a pino y tierra húmeda.


Después de sortear un par de pendientes empinadas, mi aliento ya comienza a alterarse. Le sigue un gran declive que me permite bajar vertiginosamente, una sensación que no tiene parangón. El descenso se prolonga por varios minutos, y mi mente comienza a enviar mensajes de alerta para prever el regreso, que se convertirá en una subida cuasi eterna. El gozo se ve ligeramente empañado por las meditaciones que, instintivamente, me hacen levantar una ceja de forma sostenida, mientras veo un camión de carga en sentido contrario que lucha, trabajosamente, por ascender.


Supongamos que alguno de ustedes quiere construir una torre. ¿Acaso no se sienta primero a calcular el costo para ver si tiene suficiente dinero para terminarla? Si echa los cimientos y no puede terminarla, todos los que la vean comenzarán a burlarse de él y dirán: ‘Este hombre ya no pudo terminar lo que comenzó a construir’. Lucas 14:28–30 NVI


Un reductor de velocidad me obliga a frenar para aminorar la marcha. Le sigue otro, y ambos son el heraldo de la entrada a la población llamada Xepac. Me detengo abruptamente y, luego de considerarlo, me doy la vuelta y decido emprender el regreso. Todo es cuesta arriba durante algunos kilómetros. No soy un atleta, y mis casi 52 años se sienten más pesados por un instante. Le hablo a mi bicicleta, como a mí mismo, diciéndole:
—Lo podemos lograr... no hay alternativa, de todas formas, debemos regresar hasta donde dejé el auto y a mi amada Ileana.


¿Por qué estás tan abatida, alma mía? ¿Por qué estás angustiada? En Dios pondré mi esperanza y lo seguiré alabando. ¡Él es mi salvación y mi Dios! Salmo 42:11 NVI


No sé cuánto he escalado en el retorno, pero se me está haciendo eterno. Mis músculos comienzan a quejarse y las pantorrillas amenazan con acalambrarse para forzar una parada. Ya no pienso con claridad y no quiero claudicar; me cambio de lado para que la sombra me ayude a paliar un poco el desgaste físico. Ya hice todos los cambios posibles en las marchas; los platos del pedalier y del piñón están en el tope interno. Me muevo en cámara lenta, accionando los pedales con todo el peso de mi cuerpo, que se siente más plomoso de lo habitual.


No resisto más y encuentro una excusa perfecta: me haré una fotografía del paisaje y recobraré fuerzas como estrategia. Vacilo unos segundos y finalmente bajo ambos pies al suelo. Los latidos son muy fuertes, los puedo escuchar; siento que el corazón “se sale del pecho”, como si golpeara con más fuerza de lo normal. La respiración es agitada; estoy jadeando, con los pulmones trabajando al máximo.


Un sudor repentino es la respuesta del cuerpo que ha liberado calor y está tratando de regular la temperatura. Se le suma el temblor y una ligera inestabilidad provocada por la tensión muscular y el descenso súbito de la actividad física. Detenerse bruscamente y permanecer de pie sin moverse no fue buena idea. Tengo una alta conciencia corporal y noto cada latido, cada pulsación, cada músculo.


Alaba, alma mía, al Señor; alabe todo mi ser su santo nombre. Alaba, alma mía, al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios. Salmo 103:1–2 NVI


Recuerdo a David hablándose a sí mismo, dando órdenes a su alma. Mientras tanto, mi cuerpo comienza a estabilizarse. Veo a otro ciclista pasar a mi lado; aún va sobre su vehículo de dos ruedas, parece entero y determinado. Me siento un poco humillado y no sé si lograré volver sobre ruedas. Comienzo a caminar empujando mi vehículo; cien metros más adelante me encuentro al otro osado, que también claudicó ante la amenazante pendiente. Nos sonreímos y cruzamos miradas con una frase entre dientes:
—Está dura la subida, amigo.


El líquido vital que me acompañaba está a punto de terminarse y bebo unos pequeños sorbos para dosificar su duración. Aún restan varios kilómetros, pero recuerdo con claridad que el final será en descenso. Me armo de valor y vuelvo a montar. Unas renovadas fuerzas y una determinación, producto de mis meditaciones, me hacen impulsarme, pausada pero regularmente. En mis auriculares suena la melodía “Viene”. Extraño al vocalista original (Ulises Eyherabide), pero Rescate es una de las bandas que me hizo más llevadera mi conversión al cristianismo.


Mientras avanzo, la lírica me da un nuevo impulso:
“Y correr, no volver y creer sin dudar, ser valiente y llegar al final.”
Me repito esa estrofa hablando conmigo mismo, de nuevo. El sabor dulce y sobrio de la esperanza, en la que he estado cavilando las dos últimas semanas, me hace arremeter con más fuerza, mientras el ritmo de rock me impulsa a aumentar el paso. Me autoevalúo y comprendo que hay un veredicto pendiente, cosas que he pensado dejar en el camino, darme de baja en algunos menesteres que tengo claro son un llamado de vida.


Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia. Ahora bien, si seguir viviendo en este cuerpo representa para mí un trabajo fructífero, ¿qué escogeré? ¡No lo sé! Me siento presionado por dos posibilidades: deseo partir y estar con Cristo, que es muchísimo mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que yo permanezca en este cuerpo. Filipenses 1:21–24 NVI


Me identifico con la lucha expresada por el apóstol Pablo, la disyuntiva de partir con Cristo y la fuerza de su llamado a extender el evangelio. Así pienso que debería vivir, con el anhelo expectante de la venida de Cristo, cómo si fuese a ocurrir esta misma noche, pero trabajando con pasión, como para él y como si nunca fuera a volver, con todas mis fuerza, recordando a mi alma todos los beneficios y el favor inmerecido del cual he sido objeto, hablandome a mi mismo, que de gracia debo dar, lo que de gracia recibí.


Pues dentro de muy poco tiempo, «el que ha de venir vendrá y no tardará. Pero el justo vivirá por la fe. Y si se vuelve atrás, no será de mi agrado». Pero nosotros no somos de los que se vuelven atrás y acaban por perderse, sino de los que tienen fe y preservan su vida. Hebreos 10:37-39 NVI


ORACIÓN:

Señor amado, gracias por recordarme que no camino solo, que en cada subida agotadora y cada tramo incierto, Tú vas conmigo. Aunque mi cuerpo desfallezca y mi alma vacile, Tú sigues siendo mi fuerza, mi guía y mi esperanza eterna. Enséñame a hablarle a mi alma con tu Palabra viva, a no olvidar ninguno de tus beneficios, y a correr con paciencia la carrera que tengo por delante. Que mi corazón arda con la expectativa de tu regreso, y que mientras suena la melodía de la esperanza, viva con la mirada puesta en Ti, hasta que un día, al sonar la trompeta, finalmente te vea cara a cara. Amén.


Ray & Lily


https://www.youtube.com/watch?v=MlYcEqe604U


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