CUANDO SUENE LA TROMPETA

en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque final de la trompeta. Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados. 1 Corintios 15:52 NVI 

 

Es aún temprano y tengo la intención de ganarle el recorrido al calor abrazador que se vendrá pronto. Son las 6:30 de la mañana en un día despejado de abril. Es Shabat, en la tradición judía: comenzó al caer la noche del viernes y termina al anochecer del sábado, siendo un día dedicado a la oración, la reflexión y el descanso de todo trabajo. 

 

Los campos de siembra en Quezada, Jutiapa, se extienden como lienzos ocres bajo un cielo de cristal. El sol ya se asomó, nada tímido y sí ardiente, como si desde temprano supiera que ese día será de fuego. Al llegar a las 7:00 a. m., ya tenemos 22 grados centígrados. Todo parece dormir aún... todo excepto las chicharras (cicádidos, también conocidas como cigarras), que han comenzado su griterío filarmónico. Como disciplinados músicos, el canto de una sigue al de otra, un canon infinito y secuencial que llena el ambiente. 

 

Mientras recorro la alameda flanqueada por árboles de cedro, palo de rosa y guayacán, observo la tierra reseca y agrietada que guarda los suspiros del maíz que fue. Solo quedan los restos de milpa, quebradas lanzas secas que el viento no se atreve a tumbar, pero que la mano del hombre aplastó; testigos silentes de la última cosecha, de lo que fue verdor y ahora es espera. 

 

No hay sombra, pero sí el canto de los pájaros, y también el rumor sordo del calor que ya despierta. Los surcos vacíos parecen cicatrices en la piel tostada del campo, y el aire tibio es un atisbo de esperanza que anuncia el abrazo implacable del sol de oriente. Es abril en Quezada, y la milpa duerme, aunque el corazón de la tierra aún late bajo el polvo y la ceniza del tiempo. La promesa de vida reposa en cada rincón calcinado del campo. 

 

Me detengo y hago un par de fotografías. El tronco de un árbol, con ramas desgajadas de hojas, semeja un peine que dibujó estelas de nubes en el cielo de un azul profundo. Veo la tierra que aparenta estar muerta, pero que aguarda las lluvias que la ablandarán para abrir su vientre a las semillas del grano de maíz, esperma que germinará para reverdecer un territorio que parece hostil, pero que generosamente dará un fruto que alcanzará para muchos: un milagro de multiplicación en proporciones que rebasan el ciento por uno. 

 

Un poder yace bajo el barro, oculto a la vista. Se desata un poder incontenible, una fuerza creadora de vida, que necesitó morir para dar a luz una vida nueva. Cierro mis ojos y sorbo un poco de líquido para rehidratarme. Mantengo apretados mis párpados, forzándome a imaginar cómo se verán las parcelas en unos meses, cuando la cosecha esté lista para ser recogida. Hay un gran esfuerzo y arduo trabajo en medio de esas temporadas. Sonrío al pensar en ello, mientras gotas de sudor escurren por mi rostro, como susurrándome que muchas de ellas serán necesarias para recoger el fruto de esos sembrados. 

 

Y si el Espíritu de aquel que levantó a Jesús de entre los muertos vive en ustedes, el mismo que levantó a Cristo de entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que vive en ustedes. Romanos 8:11 NVI 

 

Para el mundo cristiano, en Sábado Santo recordamos que Jesús murió y fue sepultado. Como las llanuras de Quezada, que parecen tristes y sin esperanza, así la tierra que disfrutó de la presencia del mismo Dios hecho hombre parece seca. Del mismo modo, los corazones de sus seguidores parecen calcinados y sin ilusión. El dramatismo de su partida los dejó perplejos y boquiabiertos, aunque ya habían sido advertidos por Jesús mismo que era necesario beber esa copa. 

 

Dicho esto, gritó con fuerza: —¡Lázaro, sal fuera! El muerto salió con vendas en las manos y en los pies, y el rostro cubierto con un sudario. —Quítenle las vendas y dejen que se vaya —dijo Jesús. Juan 11:43-44 NVI 

 

Todo acerca del día de reposo prefiguraba aquel sábado en que Jesús permaneció en la tumba. El silencio sepulcral, que acalló la voz de trueno que llamó a Lázaro de nuevo a la vida, yacía inerte, envuelto en un sudario. Ya no era una amenaza para los líderes religiosos de su época. Las cañas de milpa cascadas me traen a memoria el pasaje del profeta Isaías que se refiere a un Mesías que traerá salvación al mundo: 

 

No acabará de romper la caña quebrada ni apagará la mecha que apenas arde. Con fidelidad hará justicia; no vacilará ni se desanimará hasta implantar la justicia en la tierra. En su enseñanza las costas lejanas pondrán su esperanza». Isaías 42:3-4 NVI 

 

Su resurrección fue un estruendo. Es el evento que sustenta la fe de la iglesia, la noticia que encendió un fuego en los corazones de sus discípulos. Toda aquella aridez del sábado de gloria —semejante a los campos de cultivo en Quezada—, toda la herrumbre que parecía haber acabado con su herencia, se convirtió en el hito que partió la historia en dos. La semilla que sembró ha dado un fruto abundante, reverdeció y se multiplicó por miles y millones hasta el día de hoy. Nada ha detenido el avance de una iglesia que fue comprada con su sangre. 

 

El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. 1 Tesalonicenses 4:16 NVI 

 

Cadáveres de langostas gigantes (comúnmente llamadas chapulines) aplastadas en el asfalto y ratas de campo que corren a esconderse mientras paso cerca de las orillas del camino, me recuerdan que la cosecha no estará exenta de plagas que amenazarán con destruirla y dejarla en ruinas, tal como la casa del célebre escritor guatemalteco José Milla y Vidaurre, con la que me topo durante el recorrido. Así también, la iglesia de Cristo ha tenido que sobrevivir a los terribles ataques de un enemigo que se regodea en desacreditarla y tergiversar las enseñanzas de Jesús. Solo la gracia y el poder de su Espíritu han sido capaces de sostenerla por más de dos mil años. 

 

El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entienden algunos la tardanza. Más bien, él tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan. Pero el día del Señor vendrá como un ladrón. En aquel día los cielos desaparecerán con un estruendo espantoso, los elementos serán destruidos por el fuego; y la tierra, con todo lo que hay en ella, será quemada.  2 Pedro 3:9-10 NVI 

 

Ha sido una larga espera por Jesús. Para algunos, pareciera tan solo un mito, una leyenda, semejante a los agrietados suelos del oriente guatemalteco. Un verano que ha calcinado la esperanza de muchos, una tardanza que raya en lo absurdo e imposible... pero que se sustenta en el hecho más asombroso de la historia de la humanidad: una verdad que se ha transmitido por generaciones, pero que no se puede heredar solamente. Es una fe que necesita ser probada desde la experiencia personal de conocer a Dios y el poder de su Espíritu, que nos revivió cuando estábamos muertos espiritualmente. 

 

¿No dicen ustedes: “Todavía faltan cuatro meses para la cosecha”? Yo les digo: ¡Abran los ojos y miren los campos sembrados! Ya la cosecha está madura; ya mismo el segador recibe su salario y recoge el fruto para vida eterna. Ahora, tanto el sembrador como el segador se alegran juntos. Porque como ciertamente dice el refrán: “Uno es el que siembra y otro el que cosecha”. Yo los he enviado a ustedes a cosechar lo que no les costó ningún trabajo. Otros se han fatigado trabajando y ustedes han cosechado el fruto de ese trabajo.  Juan 4:35-38 NVI 

 

Bebo otro sorbo para apaciguar la sed. Abro mis ojos, que imaginaron el sembradillo de milpa, y recuerdo una cosecha que ya está lista. Yo no la sembré: fue Jesús mismo quien hizo el trabajo que no me costó a mí. Pero requerirá de esfuerzo y de sudor recogerla. Un mundo entero anhela más de lo que nadie pueda ofrecer. Un planeta que gime por un agua que sacie su sed para siempre… antes de que suene la trompeta. 

 

Y al sonido de la gran trompeta mandará a sus ángeles, y reunirán de los cuatro vientos a los elegidos, de un extremo al otro del cielo...El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras jamás pasarán. »Pero en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre. Mateo 24:31, 35-36 NVI 

 

ORACIÓN: 

Señor, hazme parte de tu cosecha. Hazme sensible al clamor de los campos que claman por obreros, hazme valiente para sembrar, para regar, y para recoger. No permitas que me duerma mientras tu voz resuena como trompeta, sino que viva despierto, firme, expectante, vertiendo mi vida y esfuerzo en tus campos… hasta el día glorioso en que vengas por los tuyos. Amén. 

 

Ray & Lily 


https://www.youtube.com/watch?v=YRg609tQQqA


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