CÉSAR AUGUSTO (monólogo ficticio)

Muéstrenme la moneda para el impuesto. Y se la enseñaron. —¿De quién es esta imagen y esta inscripción? —preguntó. —Del césar —respondieron. —Entonces —dijo Jesús—, denle al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios. Mateo 22:19-21 NVI

 

Solo en su recámara, Augusto yace en su lecho. La fiebre lo consume, y en medio de su debilidad, sus pensamientos fluyen con una claridad inesperada. Como el torrente de muchas aguas cayendo al precipicio, las divagaciones se derraman de manera incontrolable. El trepidar invariable de su cuerpo lo hace cuestionarse sobre todo lo que se dice y piensa acerca de él. Tan débil, tan vulnerable, acorralado en la intimidad de su habitación por un enemigo invisible que amenaza con destruir toda su integridad física.

 

Hablando consigo mismo se dice: —En esta quietud forzada, mientras mi cuerpo arde y tiembla, me encuentro a solas con mis pensamientos. He sido llamado "Augusto", el exaltado, el hijo del divino Julio. He restaurado la República, he extendido las fronteras de nuestro imperio, y la Pax Romana lleva mi sello. Sin embargo, aquí estoy, abatido por una fiebre que no distingue entre emperador y súbdito.

 

La multitud me aclama, los senadores me rinden pleitesía, y los poetas ensalzan mis hazañas. Pero en este momento de vulnerabilidad, me pregunto: ¿qué valor tienen los títulos y honores cuando un simple malestar puede doblegarme? He comandado legiones, he dictado leyes, pero no puedo ordenar a mi propio cuerpo que se recupere.

 

Porque «todo mortal es como la hierba y toda su gloria como la flor del campo. La hierba se seca y la flor se cae, pero la palabra del Señor permanece para siempre». Y este es el mensaje de las buenas noticias que se les ha anunciado a ustedes. 1 Pedro 1:24-25 NVI

 

Recuerdo las victorias, los desfiles triunfales, las ovaciones del pueblo. Pero también recuerdo los rostros de aquellos que sufrieron por mis decisiones, las vidas sacrificadas en nombre de una gloria efímera. Ahora, postrado en este lecho, comprendo que el verdadero poder no reside en conquistas externas, sino en la paz interior que proviene de una conciencia limpia.

 

¿Qué provecho saca el trabajador de tanto afanarse? He visto la tarea que Dios ha impuesto al género humano para abrumarlo con ella. Dios hizo todo hermoso en su tiempo, luego puso en la mente humana la noción de eternidad, aun cuando el hombre no alcanza a comprender la obra que Dios realiza de principio a fin. Eclesiastés 3:9-11 NVI

 

He buscado la inmortalidad a través de monumentos y decretos, pero la eternidad no se encuentra en piedras talladas ni en palabras inscritas. ¿Se halla en las acciones que trascienden el tiempo, en la bondad y justicia que dejamos como legado? ¿O habrá un Dios creador de todo el universo?

 

Quizás esta fiebre sea una oportunidad, una pausa divina para reflexionar sobre la fragilidad de la existencia humana. No soy un dios, sino un hombre, sujeto a las mismas dolencias y desafíos que cualquier otro. Y es en esta humildad donde encuentro una conexión más profunda con aquellos a quienes gobierno.

 

Si los dioses me conceden más tiempo, que sea para servir con mayor sabiduría y compasión, reconociendo que el verdadero liderazgo no se impone con fuerza, sino que se gana con integridad y amor. ¿De donde proviene el amor? ¿Qué o quién es el amor?

 

Queridos hermanos, amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de él y lo conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. Así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su Hijo único al mundo para que vivamos por medio de él.  1 Juan 4:7-9 NVI

 

La habitación queda en silencio, permanece en penumbra mientras Augusto cierra los ojos, sumido en sus pensamientos que cuestionan su existencia. Reclina la cabeza, cerrando los ojos. Continúa hablando para sí mismo, suave, casi imperceptible, como delirando a causa del fuego que recorre su endeble cuerpo, hasta casi consumirlo.

 

Recuerdo el día de Actium. La gloria, la victoria. La multitud rugía mi nombre. ¿Y ahora? Ahora ni siquiera puedo levantarme de este lecho. Una fiebre. Un diminuto enemigo sin rostro. He derrotado a Antonio y a Cleopatra, he doblegado naciones, pero soy impotente ante lo invisible. (Hace una pausa larga. Su tono cambia, más profundo, más amargo.) Quizá esto sea lo que los dioses sienten todo el tiempo: venerados por aquellos que no los conocen, cargados de títulos que no pidieron, atrapados en una prisión dorada de expectativas. Pero yo… yo no soy un dios. Soy mortal. Y este cuerpo, aunque vestido de púrpura, no es más que polvo esperando ser dispersado.

 

Él conoce de qué hemos sido formados; recuerda que somos polvo. El hombre es como la hierba, sus días florecen como la flor del campo: cuando el viento pasa desaparece sin dejar rastro alguno. Salmo 103:14-16NVI

 

Una tos seca y dolorosa interrumpe su monólogo interior, mientras mira sus manos, temblorosas, pálidas, incapaces de sostener una espada, ni siquiera un pequeño puñal.  La eternidad no está, solo la débil carne. En ese momento no es importante la inmortalidad en los mármoles y en las monedas, pues el hombre que los inspira es apenas un susurro en el viento, una brisa pasajera que no se sabe de donde viene, ni a donde va.

 

Da un suspiro profundo, casi resignado y piensa: Quizá la fiebre se lleve mi vida. Quizá me quede. Pero sé esto: no soy lo que ellos piensan. No soy lo que ellos esperan. Y si algún día Dios me juzga, no será por mis conquistas, ni por mis templos, ni por mi nombre. Será por lo que hay en este corazón, que late como el de cualquier otro hombre.

 

El fin de este asunto es que ya se ha escuchado todo. Teme a Dios y cumple sus mandamientos, porque esto es todo para el hombre. Pues Dios juzgará toda obra, buena o mala, aun la realizada en secreto. Eclesiastés 12:13-14 NVI

 

Mientras cierra los ojos, sus labios apenas susurran, unas palabras más ¿Un dios? No. Solo Augusto. Solo Octavio. Solo un hombre que arde en su lecho y espera, como todos, el juicio del destino o el juicio de Dios, aquí en la penumbra de mi lujosa habitación, respirando con dificultad, solo quiero cerrar mis ojos y no sé si los volveré a abrir, no sé si acaso despertaré de nuevo.

 

Ya casi en delirio por las altas temperaturas en su cuerpo convulsionado, Augusto describe una visión: —En años venideros, escucho que el nombre "césar" será pronunciado en labios de un maestro venido de Galilea. Un hombre que hablará de monedas con mi imagen grabada, recordando a su audiencia que lo que pertenece al césar se queda con el césar, pero lo que pertenece a Dios trasciende este mundo. Me pregunto si ese hombre sabía lo poco que realmente poseo y lo frágil que es el poder que los hombres creen que represento.

 

Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que allí fijaste, me pregunto: «¿Qué es el hombre para que en él pienses? ¿Qué es el hijo del hombre para que lo tomes en cuenta?». Lo hiciste poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de honra. Le diste dominio sobre la obra de tus manos; todo lo pusiste bajo sus pies: todas las ovejas, todos los bueyes, todos los animales del campo, las aves del cielo, los peces del mar y todo lo que surca los senderos del mar. Oh Señor, Soberano nuestro, ¡qué imponente es tu nombre en toda la tierra! Salmo 8:3-9 NVI

 

ORACIÓN:

Señor, tú eres Dios por la eternidad, eres quien da la vida y sostiene la creación, que mi corazón, aunque pequeño y limitado, reconozca tu grandeza. Enséñame a rendir lo que es del hombre al hombre, pero más que nada a darte a ti, soberano nuestro, lo que ya te pertenece: mi espíritu, mi alabanza, y mi gratitud. Amén.

 

Ray & Lily

 

https://www.youtube.com/watch?v=ZGODCC8GhjA 

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